miércoles, 27 de enero de 2010

Café [colaboración para revista]

Antes de escribir me he preparado un café. Es ritual. Cada vez que me siento ante un libro para desentrañarlo, cuando navego por Internet por placer, al verme con los amigos o mi pareja, y sobretodo al escribir, bebo café. Ahora, además, tiene que ver con el fresco de los días invernales y el encierro que significa estar en una oficina que resguarda libros del sol y la intemperie: el lugar donde laboro.

Este ritual no es de mi propiedad. El café se sirve para mediar mesas políticas; la pareja de enamorados que soluciona conflictos o alarga el acto amoroso; el joven estudiante y el empleado acuciados por una entrega urgente; el camionero que viaja quince horas de trayecto para entregar su mercancía; el oficinista que llega medio despierto a su escritorio; el indígena que labra la tierra, e conferencista famoso o el especialista en una mesa de debates: todos beben café. En algunas comunidades costeras o del sur en nuestro país también se sirve al niño.

Despertador, alertante, estimula con cacao, bien caliente, endulzado con piloncillo y canela y preparado en una olla de barro, molido con el metate o con un aparato profesional, enorme o casero. Para el calor se bebe con hielos. En las viejas películas mexicanas, en blanco y negro, se le ve en presentación soluble, en una marca que hasta la fecha vive en más de una alacena, probablemente la nuestra. Se prepara en casa por la mañana, se solicita en el bistró o se pide, mediante la insersión de monedas, a una vending. Se guarda, ya preparado, en recipientes térmicos. Si fue comprado en una tienda de conveniencia mexicana se bebe con un popote (no entiendo esta práctica). Con leche, sin leche, con azúcar, sin ella. Con hierbas, masticado, con una coca cola. La cafeína se suma al ácido acetil salicílico y al paracetamol para quitar las cefaleas o estudiar sin la presión del sueño. El café para limpiar el estómago, el café para hacer la mascarilla.

También se le puede beber dentro de la novela, dentro de la pantalla, cuando los protagonistas que hemos aprendido a querer/odiar beben café sensualmente, acompañado por un cigarro. Se le puede beber en la historia de nuestro país o en la de América Latina. Cortázar bebía café en París, junto al Sena. La cabra (aquella del mito) que comía granos que la hacían mantenerse despierta toda la noche y el cabrero tan hábil que buscó imitarla para descubrir este grano. Podemos beber el café en el arte. En la pintura, en el teatro. Los beatles bebieron café en una fotografía. En Toluca, el café preparado por el pintor Matinef era legendario: el pozo del pozo revuelto con café de ayer revuelto con café de antier y servido en tazas nunca lavadas: dijeron los que se animaron a probarlo que era prodigioso. Las telenovelas no se han sustraído de la práctica (¿cómo no recordar a la original Gaviotica, charlando en colombiano y dejando sus labios marcados en el empaque de un café de altura?)

Y las frases célebres pintadas en cientos de cafeterías: "Es verdad que el café es veneno lento, lo bebo desde hace cuarenta años", "El amor y el café que se han enfriado nunca saben igual, incluso si se les recalienta", "Lo malo del café no es que sea diurético, sino que te dan hartas ganas de mear".

El Valle de Toluca se ha vuelto un espacio ideal para consumirlo. El largo invierno que se vive en estas latitudes (otoño e invierno unidos en una sola estación, larga larga), el fresco que vivimos. Podemos hacerlo mientras, como ahora, en el horizonete el Xinantécatl se viste de blanco; mientras el viento sacude los árboles; mientras nos arropamos con bufanda y seres queridos; acompañado de un par de galletas y escuchando, por ejemplo, música de los países que producen café: siempre alegres incluso en la desgracia. O en soledad, recordando a quienes quisimos y nos quisieron; recordando, pues, las veces en que beber una taza de cafe significó algo especial.

Los dejo ahora, voy a servirme otra taza, de ésas cuyo vapor aromático augura un gran día.

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