viernes, 21 de junio de 2013

Altiplano, aún (Tercera parte)

Hay más máquinas. Me quité el cinturón y lo pasaron por la primera. También me quitaron la liga que uso para atarme el cabello. Elegí una roja porque la lista prohibe el color negro en prendas, salvo en los zapatos. No me quitaron las agujetas.
Luego de que mis cosas pasaron por la revisión, y la de los trabajadores que entraban conmigo y las de otros visitantes, dijeron que no debía ponérmelas de nuevo. «En cada garita te lo vas a quitar». La encargada de esta primera revisión señaló mi barba y bigote. «Está autorizado», dijo Mónica por primera vez esa mañana, «es el memo 500». De todas formas la señora debía preguntar. Alzó el teléfono y preguntó por la barba y el bigote del visitante que entra al Auditorio. Volteó con cara de piedra. «La directora está en operativo, no me pude responder ahora».
Así que esperamos.
Cada una de las máquinas de entrada. Cada una de las personas que atienden las máquinas de entrada. Cada una de las veces que, levantando el gafete de visitante, posé frente alguna de las múltiples cámaras que hay por todo el lugar. Cada una de las veces debí esperar un rato a que la directora dijera, en medio de su operativo, que sí, había autorizado la entrada de mi barba y bigote.
No supe cuánto tiempo fue. No hay relojes a la vista. Hay luz blanca por todo el lugar. Las ventanas no permiten ver el paso del sol.
Desde la primera garita me impidieron el paso con la liga roja. El cabello suelto me incomodaba. No estoy acostumbrado. Pasé por una máquina de rayos láser. Pasé por la desnudez y el toqueteo de un guardia con cara de piedra. Me sellaron el brazo. Me fotografiaron una y otra y otra vez. Firmé aquí y allá con repuestos de pluma.
Cuando por fin entré al penal de máxima seguridad Altiplano, en Almoloya de Juárez, Estado de México, la cosa no había concluido. Cada tanto hay un diamante. Una reja de entrada que se abre desde el interior. Hay que gritar al guardia: «¡Nivel A!», para que, luego de un rato se asome y presione el botón que abre la puerta. Entramos. «Muestra tu gafete, no agaches la cara, que la vean». Detrás de nosotros, la puerta se vuelve a cerrar con un chasquido eléctrico. Rodeamos el diamante bajo la mirada del custodio. Del otro lado, otra reja. El custodio la abre. Salimos al siguiente pasillo.
Más adelante, gritamos: «Nivel C!». Estos controles de entrada y salida están por todos lados. Las puertas de un lado y otro no se abren nunca al mismo tiempo. Si coincidimos con otras personas del otro lado, alguien debe esperar.
Luego se sube y se bajan escaleras. Pasillos que no son estrechos. Lo compruebo cuando en cierto momento nos topamos con trabajadores que llevan y traen charolas de comida. Todos cabemos muy bien. Sin embargo, la sensación es de estrechez. Las paredes son gruesas y adentro hace frío. Todo el tiempo, todo el año, a toda hora, hace frío. La gente al interior vive con chamarras.
En cierto momento, una esquina, un descanso en la escalera. «Aquí», me dice Mónica, mi Virgilio en esta ocasión, «fue donde dispararon al hermano del Chapo».
El lugar perfecto. La trampa de película. Sentí angustia. En ninguna parte del penal uno se siente a gusto. Pero en ese punto, menos. Las paredes elevadas, la ausencia de ventanas. Esa esquina impide ver tanto el camino que se ha recorrido como el que hay que recorrer. Me pregunté cuánto se necesita para planear algo así. Quién es capaz de hacerlo. Es evidente que soy ingenuo y mi ingenuidad me aleja de todo. Sé que hay asesinos y políticos, que hay maldad, pero casi nunca estoy tan cerca de ella.
Fue cuando cobré conciencia de lo que estaba haciendo: iba a presentar mi libro ante algunos de los peores criminales del país. ¿Es que soy un estúpido? ¿Tan grande es el morbo? Pensé en mi familia. En lo tanto que los amo. ¿Y si me regreso?
«Ya llegamos», me dijo Mónica. Y sí, allí estaba el Auditorio Juan Pablo de Tavira. Y la gente con armas largas vestida de negro.

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