lunes, 10 de junio de 2013

Altiplano, aún (Segunda parte)

El trayecto hasta allá no había cambiado, pero la entrada al penal sí. El estacionamiento es otro. Ahora, los vehículos no entran al penal de máxima seguridad Altiplano, donde estaba invitado para hablar de mis textos, sino que se quedan afuera. "Eso nos ahorra una par de revisiones", pensé. Pero también imaginé que significaría nuevas revisiones al interior. Se toman en serio lo de máxima seguridad.
Estaba en lo cierto.
Mientras aguardaba a la persona que me llevaría hasta el auditorio, sentado en una silla donde, aún sin pasar revisión alguna me sentía escudriñado por guardias y trabajadores del penal, recordé lo curioso de esta invitación. Hace diez años me pidieron que escribiera un reseña, para una memoria gráfica, sobre lo que significó el programa Cafés Literarios en el Centro Federal de Readaptación Social La Palma. Le dije que sí a la persona que me lo pidió, quien coordinaba al interior. Pero no le dije cuándo. Nunca quise escribir aquel texto. O lo intenté pero no pude escribir nada. No me sentía a gusto recordando la opresión, la pérdida de intimidad, lo intenso y aterrador de algunas miradas. Aquella vez me dije que debía hacer lo que dice el maestro Quiroga: no escribir bajo el imperio de la emoción, sino evocarla luego. Y borré el asunto de mi cabeza. Creo que la memoria gráfica no se concluyó nunca, y ahora me decían que la persona que coordinaba antes ya no trabaja en este penal, sino en otros del Distrito Federal. Y de hecho la nueva coordinadora, a quien esperaba sentado mientras me escudriñaban, no sabía de aquel pasado tan lejano. En realidad me invitaron por casualidad. O por destino. Christian, un amigo, se contactó conmigo como se contacta ahora a las personas: por fesibuc. "¿Quieres ir?", me preguntó, "yo ya entré y la experiencia es especial, te estoy recomendando, pásame tu dirección y teléfono".
Le agradezco a Christian y no le agradezco. Ya no quería presentar mi libro y ya no quería regresar al penal. Pero es algo que me debía y lo supe hasta que respondí sí, acepto, y le pasé mi teléfono y dirección y le pedí me diera la famosa lista de las reglas para entrar. Ya no recordaba todas o suponía las habrían cambiado en algunos detalles.
Un hombre de negro y armas a la pierna me preguntó a dónde iba. "Voy al café literario", le respondí mientras pensaba que eso no lo entendería, debí decirle simplemente que iba al auditorio. En el auditorio se deben hacer muchas cosas, reuniones teatrales entre internos, festivales con las familias, tal vez charlas de superadores personales, no lo sé , pero hubiera sido más sencillo decir eso. Vi en sus ojos la pregunta del cómo se come. Luego sentí otras miradas. El trabajador de la paquetería me observaba con una sonrisa de desdén. Había gente allí, algunas señoras y niños. Imaginé que serían familia de alguien allá dentro, Todos me veían. En eso llegó un señor. Un rostro medio conocido de aquella época. "Espera", me dijo, "están buscando el memo que autoriza tu entrada, y que autoriza la entrada de tu barba y bigote". "Gracias", le dije, "¿puedo guardar mi teléfono celular? Ya está apagado y sólo eso y mis llaves traje de casa".
Quería quedar bien, quería decir que seguía las reglas antes de que me recordaran que había reglas. El de paquetería le dijo a mi interlocutor: "Aquí no puede guardarlas, ya lo sabes, esto no es paquetería". "Las guardo en mi gaveta personal", le propuso. "Ya sabes que eso está prohibido", dijo el de paquetería. "Oficial, ¿usted qué dice?"
El hombre de negro y armas a la pierna guardó silencio. Estaba pensando.

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