Primero llegaron los niños

Alejandro León Meléndez

1
Mará llegó con un listón. Por eso había tardado tanto, fue su excusa. El niño se limitó a levantar los hombros como diciendo: ¿y qué?, jamás hablamos de un listón, pero su silencio fue convencido. Si comenzaba una discusión con la niña, las cosas se alargarían irremediablemente. Lemus no lo quería y permitió a Mará que atara la caja de cartón con él. Era morado y muy grueso.
—Es de cuando murió mi abuelo.
Lemus no comprendió del todo la aclaración. La cinta y el color, ¿qué tendrían que ver con la muerte de nadie? Sin embargo, le alcanzaba para entender a la niña. La muerte estaba bien, pensaba. Es justo lo que necesitamos.
—Ya comienza el calor—, dijo la niña enjugándose el rostro con la manga del suéter.
Lemus asintió. Odiaba las afirmaciones surgidas de la nada porque no sabía si refutarlas o concederles la razón. Si hace calor, hace calor, pensaba.
—Ya llegó la feria.
Lemus volvió a asentir y a levantar los hombros.
La lengua de Mará asomaba su punta en la comisura izquierda. A Lemus le gustaba verla atareada en algo, como el atado de un moño sobre una caja de zapatos, porque tenía esa obsesión incontrolable.
¿Por qué tardaba tanto haciendo un nudo? Mará parecía luchar contra la caja, asunto absurdo para el niño, porque no se movía, no se agitaba. No había resistencia.
Por fin concluyó. Un nudo enorme y asimétrico bailoteaba sobre la caja. Mará se irguió y observó a su amigo, de frente. Sostenía la caja frente a sí, a la altura del estómago. Debajo de la falda a cuadros temblaban sus rodillas, y no pasó inadvertido para Lemus.
Él también se sentía diferente: con la boca seca y un ligero ardor a la altura de la nuca, por dentro. Nada le indicaba que el sepelio apresurado fuera algo equivocado, pero su corazón le decía una y otra vez que no lo hiciera. No lo entierres, no lo entierres.
Lemus paseó su mirada para evitar la de su amiga. La mina de grava abandonada apenas había sufrido cambios desde que dejaron de acudir a ella. La rampa concéntrica descendía hasta lo más bajo. Las paredes de piedra, hechas años atrás con brazos mecánicos, todavía mostraban sus fragmentaciones; los distintos tonos de rojo y negro, y aquellos eran los mismos nidos de lechuza que él conocía.
Los arbustos que crecían dentro de la mina estaban más grandes, pero Lemus sabía que con la época de calor disminuirían su tamaño. Había piedra por todas partes. Diferentes tamaños. A veces se le dificultaba caminar por allí con tanta grava.
El sol se había ocultado detrás de las altas paredes: atardecía. El color naranja iluminó el cielo. Las sienes de Mará estaban perladas.
Frente a la niña se abría el pozo que minutos atrás había cavado Lemus, mientras la esperaba. El bulto de tierra y grava a un lado. La pala insertada en el suelo tambaleaba su mango.
—No quiero hacerlo—, confesó Mará con voz de sollozo. Lemus reconocía bien su llanto, porque era el único que lo había escuchado antes. Odiaba cuando Mará lo hacía. La odiaba a ella.
El niño escupió al suelo y pateó la tierra. En un arranque, arrebató la caja con el moño. Se abrazó al féretro de cartón y en cuclillas, meciéndose, oró por lo bajo:
—Santísima imagen que cuidas a los estúpidos, danos fuerza para deshacernos de la bestia.
2
Santa Mará protegía al pueblo. Una imagen de yeso paseaba por las calles todos los días durante la semana de festividades. Desde antes que nacieran los niños se inició la costumbre de la feria. Ahora, sobre los hombros de jóvenes, la pieza inmóvil debía sortear los pasillos entre vendedores de pan, juegos mecánicos, artesanía rancia y espectáculos de media monta.
Ese año llegó al festejo un camión con animales vivos o rellenos de borra. Aberraciones de la naturaleza. Errores de la biología. Seres inmundos. Las bocinas apuntaban a todas direcciones desde el centro de la plaza. Una grabación difusa repetía el anuncio tan pronto como el sol era naranja y las sombras se alargaban hasta tocarse unas con otras. Aberraciones.
El tiempo del primer calor en el año. Las hojas blancas y ocres se desprendían de los árboles de la plaza, bajaban bailoteando al suelo que quedaba cubierto por ellas. Errores.
Las frituras difundían su olor desde la entrada de la iglesia, era una mezcla de grasa vieja y salsas con distintas tonalidades de rojo. Inmundos. Desde la puerta del palacio se difundía la esencia de las harinas infladas con dulce. También, los sudores de gente mayor y la composta preparada en las casas del pueblo. Mezcla de estiércol y deshechos orgánicos putrefactos que con el calor apestaban como nunca antes. Errores.
—¿Tienes miedo?
Lemus había visto a su amiga detenida en las orillas de la feria. Era el trayecto más corto desde el cerro hasta su casa.
Mará tenía la cabeza gacha y las piernas fundidas como una sola debajo de su falda. Sólo él, y nadie más, ostentaba el derecho a preguntarle algo así a Mará. ¿Tienes miedo?
Mará asintió con desgana. El cabello negro le cubría parte de su rostro.
Ambos sabían que Mará podía rodear las calles ocupadas. Pero tarde tras tarde ella andaba hasta esa esquina con el firme propósito de cruzar la feria. Cada vez se detenía allí y buscaba el valor. Luego de un rato, daba media vuelta y emprendía una carrera que rodeaba por las calles aledañas.
—¿Te acompaño?
Mará negó y Lemus esperaba esa respuesta. De nada serviría que ella cruzara la feria si era con compañía. Quería hacerlo sola.
Animales que no son de este mundo. Vea las desgracias de la naturaleza. La vaca que nos acompaña está viva. Observe el feto del gato.
Mará tomó la mano del niño. Ambos se miraron en silencio.
—¿Y la bestia? —preguntó la pequeña mientras desviaba la mirada hacia la cúpula de la iglesia.
—Puse la caja sobre la piedra de la cueva. Me costó mucho trabajo dejarla allí. Era como abandonarla, y no podía. Pero recordé que ibas a tu casa y quise alcanzarte.
Mará sonrió para agradecerle el gesto.
—¿Y qué vamos a hacer?
Lemus levantó los hombros y suspiró antes de responder:
—Lo que dijiste desde el principio: avisamos a todos. Que todo el mundo lo sepa.
Lemus deshizo el apretón de la mano cuando descubrió que los dos sudaban. La niña aprovechó para limpiarse con la manga las lágrimas.
—Odio este lugar —, dijo ella.
—También yo.
Las campanas anunciaron la ceremonia de esa tarde. Las vibraciones de bronce bajaron hasta el suelo y se expandieron por todo el pueblo. Por la feria y las calles aledañas. Se escuchó en la mina de grava y en la punta del cerro. Los niños sintieron un escalofrío.
En ese momento, las bocinas que anunciaban el espectáculo de los animales redoblaron el volumen. Errores de la naturaleza. Aberraciones biológicas. Seres inmundos.
3
—¿Qué es inmundo?
—Que está por debajo del mundo.
—¿Del mundo?
—Del planeta.
—¿De la tierra?
—Del planeta, de la tierra, de la vida.
Mará y Lemus se abrazaron tensamente. Lemus no controló las sensaciones y comenzó a besarla con todas su fuerzas. Besó sus mejillas, sus ojos, sus orejas, su frente, el cabello, los labios. Cuando se dio cuenta, ella también lo besaba sin distracciones, con rabia, sin aliento.
Allí, dentro de la cueva, frente al sarcófago de cartón que contenía a la bestia, se sentían seguros.
4
Primero llegaron los niños. Los citaron temprano al otro día, antes de ir a la escuela. Ni Mará ni Lemus aclararon nada. Todos debían llegar apenas hubiera sol para que atestiguaran.
—Huele a mierda.
—Tengo frío.
—Na… está muy sucio aquí.
—Esto no me gusta.
—Me quiero ir.
La cueva aún no se llenaba cuando Lemus tuvo el valor de levantarse. Mará se quedó sentada al fondo, en la parte más oscura, bajo una roca adornada con telarañas. No le importó ensuciar el uniforme o sus manos. Con los ojos le había dicho a Lemus que ella no quería decir nada.
Lemus hizo señas para que todos rodearan el sarcófago. Los niños se acomodaron de tal forma que ninguno perdió la visión de lo que tenían enfrente.
—Necesitamos su ayuda para deshacernos de la bestia—, dijo en voz baja. El eco se encargó de distribuir sus palabras.
Tomó el extremo de la cinta y lo jaló con delicadeza. Sus manos temblaban pero no vaciló. El nudo se deshizo con facilidad y el listón morado cayó junto a la caja. Todos los presentes contuvieron el aliento cuando, sin gran preámbulo, Lemus levantó la tapa.
5
Hallaron a la bestia días atrás en la mina de grava. Una cosa era la mina (o la barranca, por su forma) y otra eran las cuevas. Ambas estaban en el cerro que sombreaba la iglesia de Mará y el resto del pueblo. En una cara del cerro, las cuevas. Del otro lado, la mina.
—¿Qué edad tienes? —le había preguntado el sacerdote a la niña. Era una mañana nublada, y apenas se llevaban a cabo los preparativos para el inicio de la fiesta.
—Soy mayor que mi hermana—, respondió Mará con la cara levantada.
El sacerdote le dio la espalda y sopesó la respuesta de Mará un rato. Estaban en una oficina dentro de la iglesia. El despacho del señor sacerdote, dijo la mamá poco antes, arrastrándola para que se confesara en privado. Tu hermana ya se confesó, y ve lo contrita que está, llora que llora.
—Te nombraron como la santa— dijo el sacerdote, interrumpiendo sus recuerdos.
—Nací el mismo día. Pero…
—Pero ¿qué?
—Yo no ayudo a los estúpidos. Quiero irme.
—Espera. No eres tan grande como crees.
Minutos después Mará salió corriendo de la oficina, con la camisa desfajada y una cintilla de sangre. Las nubes terminaron de cubrir el cielo y una ráfaga de viento helado arrastró la basura ruidosamente por las calles.
El sacerdote gritó la orden y las campanas llamaron.
Mará corrió hasta el cerro, pasó de largo las cuevas, llegó hasta la punta y se detuvo a llorar.
—¿Fuiste con el padre? —preguntó Lemus, que la esperaba sentado en el mirador que dominaba todo el valle.
Mará no respondió. Fue la primera vez que Lemus la escuchó llorando. El niño supo que era cierto, que ya había ido y no esperó a que le confirmaran.
También supo que fue tan malo como con la hermana menor.
Fue la primera vez que sintió odio por la niña. Lloraba y él no lo soportaba. Deseó golpearla, morderla, arrastrarla por sobre las piedras para que se callara. Pero fue incapaz, incluso, de amenazarla con el puño. En cambio, tomó su mano y la condujo lejos del mirador.
Anduvieron despacio la columna vertebral del cerro. Fueron al otro lado; descendieron hasta la vieja mina de grava y se sentaron a esperar a que el mundo se hiciera mierda.
Allí estaba la bestia.
6
Después llegaron los adultos. Fue imposible detenerlos. Varios de los niños no pudieron controlarse y contaron lo que habían visto:
—Está vivo.
—Está muerto.
—Vive enroscado dentro de la caja y nunca come.
—Tiene pelo y está tieso.
—Es brillante como placa metálica, pero respira como si fuera un reloj.
Los adultos fueron llegando hasta la cueva, incitados por la curiosidad, dudosos o prestos a reprender. La caja se mantuvo abierta porque ya no hallaron fuerzas para cerrarla. Conforme iban llegando, se sentaban. Fumaron y para la noche trajeron botellas. La cueva se llenó de humo y olor a alcohol.
7
Lemus hizo guardia toda la primera noche, y mantuvo su mirada fija en la bestia. Tenía un ligero dolor en el pecho, repetitivo y agudo. Había perdido el hambre, el sueño. Pero ya sabía que eso iba a sucederle. Mará no había dormido en una semana, tampoco comía o parecía recordar las cosas recientes.
—¿Qué es eso? —preguntó el sacerdote luego de que le avisaron que la gente adoraba a una bestia en el cerro.
—Es un escarabajo.
—Es un ratón.
—Es una aberración.
—Es un monstruo sin pies.
—¡Sí tiene pies!
—Es lo más extraño, padrecito. Díganos usted, por la santísima imagen, qué es eso.
El sacerdote observó el lugar. Algunos hombres dormían visiblemente ebrios. Algunas mujeres habían ordenado la cueva para mantenerse allí: una esquina para los menesteres del cuerpo, otra para amontonar la basura. Al fondo, dos parejas dormían abrazadas.
—Es el demonio —resolvió el sacerdote—. ¡Mátenlo! ¡Quémenlo!
Nadie se movió.
8
—¿Cuánto quieren por la bestia? Yo se las compro.
Mará se levantó y se puso delante de la caja. Otros niños hicieron lo mismo.
Lemus escupió a los pies del hombre de la feria.
—No me voy a ir de este pueblo sin ella. A ustedes no les sirve de nada. Yo puedo hacerla famosa. No les pertenece, es del mundo.
Nadie se movió.
9
—Cuenta la historia otra vez.
—La niña Mará y el niño Lemus hallaron a la bestia. Pensaron que estaba viva. Cuando el resto de la gente la vio, se negó a examinarla, a descubrirla, a mostrarla. Era de ellos.
Todas las tardes de la temporada fueron naranjas. Ese año, todos los huevos de lechuzas eclosionaron. Ese año, anidaron amontonadas todas las aves rapaces del valle en las coníferas de Santa Mará. Ese año, los reptiles del cerro se camuflaron hasta volverse de piedra, o de tronco, o de grama. Ese año, los pastizales ardieron al punto de las cenizas. Se extinguieron los conejos silvestres y hubo una plaga de ardillas con rabia que atacaron a los perros, a los gatos.
La bestia mostró señales de descomposición justo en el cambio de la temporada. Cuando los árboles debían ser ocres y sus hojas cayeran.
Pero antes…
10
—Santísima imagen que nos cuidas…
—Danos el valor de la bestia.
—Concédenos la gracia de ser seres de cera.
—Haznos ferales y aptos para la supervivencia.
Por las tardes, cuando despertaban, los pobladores paseaban sus miradas del féretro roído a la luz que ingresaba desde el exterior. Inhalaban el humo de sus tabacos para soportar el hedor que allí los encerraba. Desde el primer día los murciélagos, únicos habitantes de la cueva, habían huido.
De todas las peticiones, se les concedió la feralidad.
Lemus lamía las caderas de Mará para soportar el hambre. Mará bebía del sudor de Lemus. Los niños eran coprófagos. Las madres se alimentaban del cabello machacado desprendido de los hombres. Los hombres observaban con ansia los cuerpos de las mujeres.
El sacerdote regresó con antorchas y personas de otros poblados.
—¡Quemen a la bestia!
—¡Mueran las falsas adoraciones!
—¡Castiguen con putrefacciones las extremidades de todos ellos!
—¡Salven a los niños animales!
Mará lloraba desde la axila de Lemus.
Nadie se movió. Poco a poco, los nuevos hombres se adentraron en la cueva. Vieron a la bestia. Se sentaron en los pocos lugares que aún quedaban.
Mará escupió al cuerpo del sacerdote aplastado por los pies de los nuevos animales.
Nadie más se movió.
11
El cuerpo de la bestia se fue haciendo quebradizo.
12
Errores de la naturaleza. Los negocios ambulantes empacaron las mercancías. Se esparció por las banquetas el aceite quemado con sabor a frituras. La imagen Mará de yeso se mantuvo guardada en la covacha del templo. Animales que no son de este mundo.
El último en irse fue el espectáculo de los animales vivos o rellenos de borra. Desgracias de la naturaleza.
Seres inmundos. La feria desocupó las calles del pueblo.
13
—¿Qué es esto?
—Es polvo de bestia.
Mará despegó sus labios del cuerpo de Lemus. Caminó hasta la caja de cartón y jugueteó con el polvo quebradizo. Suspiró antes de vaciar el contenido en el suelo. Lemus la descubrió delgada, con los huesos de la cara sobresaliendo y una marca negra alrededor de los ojos.
Los hombres y mujeres despertaron del letargo. Se levantaron y alisaron sus ropas sucias. Avergonzados. En silencio, cada quien se reencontró con los suyos y salieron agarrados de las manos, trastabillando.
Afuera era de noche.
Las lechuzas aguardaban sobre los árboles. Graznaban con voz queda. Una larga hilera de seres humanos descendió hasta el pueblo.
Mará y Lemus quedaron rezagados, ocultos en la sombra de la cueva de la sombra de la noche.
—Odio este lugar.
—Yo también.